Cuando tenemos un concepto muy arraigado, y lo hemos
aprendido de muy jóvenes, decimos que lo hemos "mamado". Los mimbres
con los que se va formando desde que nacemos el bastidor en el que estructuramos
nuestra manera de ver el mundo, nuestros valores, los recibimos de la madre,
antes incluso de tener uso de razón. Es de la madre de quien aprendemos el
nombre de Dios, quien nos enseña a rezar. Y esa identificación entre la madre y
el amor, esa sacralización de la madre, nos acompaña toda la vida.
Por eso no es de extrañar que la iglesia católica, desde muy
pronto, estableciera el culto a María, madre de Dios como uno de los pilares de
la devoción cristiana. Es algo natural en el hombre sentir devoción por su
madre. Además, el amor de una madre de Dios y madre nuestra ayuda a comprender
y sentir de una manera más cercana a Dios como padre de todos y de cada uno.
Los hijos de madres católicas serán, al menos hasta su mayor edad, también
católicos, porque el sentimiento religioso, como hemos dicho, se
"mama" en casa.
El culto mariano, aunque acompaña a la religión cristiana
desde bien pronto, no tiene verdadero fundamento en las escrituras. En ningún
momento dicen los evangelios que Jesús instituya el culto a María, o que le
otorgue ninguna dignidad o alabanza especial. De hecho, sorprende las pocas veces que los
evangelios recogen que Jesús se dirige a ella, o habla de ella, y cuando lo hace, no es con especial deferencia o devoción, como en la escena de Jesús entre
los doctores, o en las bodas de Caná:
Cuando le vieron,
quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?
Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando.» El les dijo: «Y ¿por
qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc.
2, 48-49)
Le dicen: "Oye,
tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan". Él les responde
"¿quiénes son mi madre y mis hermanos?" Y mirando en torno a los
que estaban sentados en corro a su alrededor, dice: -"Estos son mi madre y
mis hermanos. Quien cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y
mi madre" (Mc 3, 32-35).
"El que ama a su
padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su
hija más que a mí, no es digno de mí" (Mt 1, 37)
Sucedió que, estando
él diciendo estas cosas, alzó la voz una
mujer de entre la gente, y dijo: “Dichoso el seno que te llevó y los pechos que
te criaron.” Pero él dijo: “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y
la guardan” (Lc 11, 27-28).
Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de
la boda, le dice a Jesús su madre: "No tienen vino." Jesús le
responde: "¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi
hora." (Jn 2, 3-4).
Y "mujer"
la llama también desde la cruz, cuando la encomienda al cuidado de Juan: Jesús, viendo a su madre y junto a ella al
discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» 27. Luego dice al discípulo:
«Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su
casa.(Jn. 19, 25-27)
Sin embargo, no cabe dudar del éxito del culto mariano. Incluso
en los tiempos actuales, en los que la religión no pasa por su mejor momento en
el imaginario colectivo y en los valores de lo "políticamente
correcto" y en que los creyentes son a menudo criticados y hasta
ridiculizados, comprobamos que muchos que nos declaramos agnósticos, o al menos
no practicantes, asistimos con orgullo a las procesiones marianas y tenemos muy
cerca de nosotros una imagen de la Virgen. En este sentido, el hecho de
vincular las distintas advocaciones de la Virgen con los lugares de nacimiento es un absoluto acierto
de la Iglesia. El sentimiento de pertenencia, de las propias raíces, se
vincula a la madre y, de manera natural,
a la Virgen de cada uno; en mi caso, a la de Covadonga, la "Santina",
de la que tengo una imagen en el salón de mi casa.
Se puede, de manera
racional, dejar de creer en la institución eclesial e incluso en Dios, pero
resulta más difícil renunciar a la Virgen. La llevamos muy dentro.
María fue declarada, tras algunas querellas doctrinales, madre
de Dios (Theotokos) en el Concilio de
Éfeso en el año 431. Se trataba de confirmar que Cristo era propiamente Dios desde que fue concebido en el vientre de María, que en consecuencia no
solo es madre del Cristo hombre, sino también del Cristo Dios. Pero lo
importante para los fieles es que, a través del Cuerpo Místico de Cristo, María
es también madre mía. Como decía la canción infantil
"tengo en casa a mi mamá, pero mis mamás son dos; en el cielo está la
Virgen, que es también Madre de Dios".
Con el tiempo, se fue adornando a la Virgen de virtudes
humanas y teológicas. Muchas de ellas, desgraciadamente, son reflejo de la
obsesión de la Iglesia con el pecado, y en particular, con el pecado contra el
sexto mandamiento, obsesión que empezó en fecha bastante tardía. En otro post
hablaré de las razones y los efectos de esta "moral del pecado", en
mi opinión tan perniciosa y que, afortunadamente, la Iglesia actual está superando.
Es lugar común entre los críticos con la iglesia católica
referirse al dogma de la perpetua virginidad de María, virgen "antes,
durante y después del parto" y a los hermanos de Jesús. No voy a entrar en
el tema de los hermanos porque, aunque muy sesudos sacerdotes se sigan afanando
en dar explicaciones etimológicas de que en hebreo "hermano"
significa en realidad "pariente", y sin ánimo de ofender a nadie, a
mí particularmente, no me supone ningún problema admitir que María, después de
tener a Jesús, haya mantenido una relación sana con su esposo José, y haya
tenido más hijos. Siempre he sido partidario de la familia numerosa.
En cuanto al dogma en sí, fue anticipado en el Concilio de
Letrán en 649, y el Papa Pablo IV lo formuló con todas las letras en 1555. No
solo rechina a una mente lógica en su aspecto puramente médico que una mujer
pueda dar a luz sin perder la virginidad (en este sentido se equipara al dogma
del Dios uno y trino, que también se resuelve renunciando a la razón y apelando
a la fe) sino que, en una época en que la propia virginidad ha perdido gran
parte de su simbolismo y atractivo, gracias a la liberación de la mujer en el
terreno sexual, como en muchos otros, este dogma se ve trasnochado.
En los últimos años, es muy raro oír en los púlpitos ninguna
referencia al tema, aunque en el Credo se siga recitando "Creo en Santa
María siempre Virgen". Si acaso, los curas mencionan el ejemplo que
María nos da de confianza en Dios, de someterse a su voluntad sin cuestionarse
los misterios.
Sin embargo, el dogma se mantiene, como también el de la Inmaculada
Concepción, que no se refiere, como su propio nombre parece indicar y como
muchos cristianos asumen, al hecho de que Jesús haya sido concebido sin acceso
carnal, que para eso ya está el ya citado de la perpetua virginidad, sino a que
la propia María fue concebida sin mancha de pecado original.
Este nuevo dogma mariano fue proclamado por Pío IX, el que
dio nombre a los pasteles piononos, el Papa con el pontificado más largo. Y lo
formuló el 8 de diciembre de 1854, ayer
por la tarde, como quien dice.
Este pontífice no hizo precisamente honor a su función de "puente".
Proclamó la infalibilidad papal cuando hablaba "Ex Cathedra" sobre
temas de fe y de moral (por si acaso) y, aunque solo recurrió a esta fórmula
para proclamar el tercer dogma mariano, el de la Asunción de la Virgen en
cuerpo y alma al cielo, en temas precisamente de fe y de moral se despachó
anatematizando, entre otros, el panteísmo,
el naturalismo, el racionalismo, el indeferentismo, la salvación fuera de la
iglesia, el socialismo, el comunismo, el liberalismo, las sociedades secretas,
el biblismo, y la autonomía de la sociedad
civil. Dudo que, si viviera ahora, se llevara muy bien con el Papa Francisco
quien, por cierto, me cae muy bien. O tempora, o mores.