Cataluña es una tierra que ha destacado siempre por su
sentido práctico, reconocido universalmente por la palabra catalana que lo
designa, el "seny" y que, desde la envidia, ha dado origen al mito de
que los catalanes son agarrados. Lo
cierto es que, sin tener el beneficio de la capitalidad, como Madrid, ni el de
un concierto fiscal favorable, como el país vasco, desde el siglo XIX los
catalanes han sabido mantenerse como una de las economías regionales más
pujantes y modernas, si no la más, de esta piel de toro, con una élite
intelectual, empresarial y deportiva de primer nivel.
Y entonces llegó el nacionalismo.
Llegó el nacionalismo y empezó a apropiarse de esa riqueza.
Con innegable sentido práctico, la CiU de Jordi Pujol se apropió de la herencia
y el sentimiento nacionalistas que, en ambiente festivo, había recuperado Jordi
Tarradellas. Jordi Pujol se convirtió en la encarnación de la nación catalana,
como lo habían sido Kennedy en Estados Unidos (America, como ellos dicen con
pomposa sinecdoque), Ataturk en Turquía o más bien como Stalin en Rusia o como Franco en España,
porque, salvando las distancias ideológicas, el plan de Pujol, como el de cualquier
nacionalista, era conservar el gobierno a largo plazo.
Se trata de uno de los casos más claros de patrimonialización
de una idea. Pujol distinguió desde el principio dos territorios y dos
mensajes: en Cataluña se dedicó con ahínco a exaltar el sentimiento
nacionalista, a asegurarse una devoción emocional del pueblo catalán sin
fisuras ni discusiones, fundamentada en un discurso que apelaba, no a la
gestión de la cosa pública, sino al famoso "hecho diferencial". En
Madrid, mientras tanto, cultivaba su imagen de político moderado y conciliador.
De alguna manera convenció a los gobiernos de González y de Aznar de que él era
la garantía de estabilidad en Cataluña, que era quien frenaba el independentismo
y la radicalidad.
Este doble lenguaje, que es en lo fundamental el mismo que
usaba Arzalluz en el país vasco, es típico del nacionalismo, y dio sus frutos. En casa todo el mundo le
entendía: como partimos de la premisa fundamental de que Cataluña ya es una
nación, con todos sus atributos, el "hecho diferencial" no consiste
en que nos reconozcan algo que es un hecho, sino que debe ir más allá. Deben
tratarnos de manera distinta al resto de España. En Madrid, el "hecho
diferencial" consistía en que se reconociera que Cataluña es una nación
distinta del resto de España, cosa que ni mucho menos se asumía como un axioma,
porque, según nuestra Constitución, España es única y plural, basada en la
igualdad de todos los españoles ante la ley, y la solidaridad interregional es
un principio fundamental de nuestra construcción democrática.
Pujol consiguió que, mediante el reparto de circunscripciones,
el voto de un catalán valiera lo mismo que el de siete castellanos en el parlamento
de Madrid. Del parlamento catalán ni se hablaba; era suyo por derecho divino. Vendió
sus escaños alternativamente a PSOE y a PP para asegurarles gobiernos estables
mediante pactos de legislatura, a cambio de dos condiciones: el reconocimiento
del "hecho diferencial" catalán, y que le dejaran gobernar en
Cataluña cada vez con más competencias y cada vez con menos
"intromisiones". La parte "crematística", las competencias
y el dinero, se obtenían agitando el fantasma de los fanáticos de "Terra
Lliure" y poniendo cara de "padre de la Constitución" para
vender caros los escaños de CiU al gobierno de turno.
Y en Madrid tragaban, porque veían a Pujol como un
estatista, un padre de la patria, moderado y demócrata, que se codeaba de igual
a igual con el resto de los "padres de la Constitución".
Pero Pujol tenía una agenda oculta. En las escuelas, en las
televisiones, en la administración, en las organizaciones sociales, se iba
aplicando, de manera silenciosa pero sistemática, un modelo que no dudo en
calificar de fascista: Inmersión lingüística y adoctrinamiento ideológico. El
discurso, victimista en esencia, porque es el que más adhesión emocional
concita, es de sobra conocido: Nosotros,
los catalanes, somos los buenos de la película. Los demás están ahí para
hacernos la vida imposible, para negar nuestro "hecho diferencial" y
obligarnos a ser como ellos. Pero no nos vamos a dejar: tenemos la obligación
moral de ser catalanes contra el resto del mundo. Si nos ayudan, ¡qué menos!,
es de justicia que nos reconozcan lo nuestro; si se niegan a darnos lo que les pedimos, están
enseñando su verdadera cara de opresores, y dándonos con ello la razón.
Cualquier negociación está viciada de raíz: el nacionalismo es
insaciable por esencia, porque no busca que se subsane una injusticia, ni sus
metas son cuantificables. Es una actitud, un estado mental; o, más que mental,
es un sentimiento, un estado emocional que se construye para sí mismo una
fundamentación racional (necesariamente falseada, por otra parte) para instalarse
de forma permanente en el centro de toma de decisiones de la persona,
impidiendo cualquier cuestionamiento, anulando la capacidad de discernir. Todo
lo que no favorezca a la causa es intrínsecamente perverso y no merece ser
tomado en consideración.
A Pujol, como ha quedado demostrado, lo que le interesaba
era eso tan catalán de que "la pela es la pela", y por eso hacía
callar a cualquiera que planteara abiertamente la posibilidad de la
independencia. Pujol sabía que era más rentable la táctica posibilista del
doble lenguaje. Pero después de Pujol, el nacionalismo recibió un gran regalo:
En Madrid había un presidente buenista, que ya ni siquiera iba a exigir
contrapartidas por el apoyo del taifa catalán, sino que se ponía en su lugar,
aceptaba sus premisas del "hecho diferencial" y el nuevo hallazgo,
esa perla del doble lenguaje que es el "derecho a decidir" y estaba
dispuesto a firmar "cualquier cosa que viniera del parlamento
catalán", porque creía que todo el mundo es bueno, y que el pueblo es
soberano, y además no sabía distinguir entre pueblo como conjunto de indivíduos y pueblo como territorio, aceptando la falacia de que los territorios son sujetos de derechos. Pero lo más grave es que no veía, no quería ver que el pueblo catalán llevaba ya muchos años
sometido a una implacable nazificación.
El delfín, Artur Más, que no tiene ni de lejos la talla
política de Pujol, se ha criado a los pechos del independentismo y ha
compensado su mediocridad como gestor de la cosa pública mediante el fácil
recurso de excitar el sentimiento de odio y victimismo en el que su predecesor
había educado a toda una generación de catalanes. Envolviéndose en la bandera, ya
no hace falta gobernar, sino intentar pasar a la historia como aquel que
convirtió el "derecho a decidir" en la independencia de Cataluña. En
el peor de los casos, obligaremos a Madrid a reforzar el "hecho
diferencial", es decir, a tragarse la píldora de que es justo tratar a los
catalanes con una vara de medir distinta
a la que se aplica al resto de los españoles, bajo la amenaza de la secesión.
Y de aquellos polvos, estos lodos. El niño malcriado al que,
en lugar de castigarle cara a la pared cuando decía tonterías y enseñarle a
decir la verdad, se trató con condescendencia dándole juguetes sin supervisión,
se nos ha convertido en un adolescente intratable que cree que el mundo está
ahí para servirle, y ha desarrollado tics de dictador. Puede que aún estemos a
tiempo de educarle, pero depende fundamentalmente de si los propios catalanes
recuperan el "seny". Si lo hacen el domingo próximo, se ahorrarán
muchos disgustos.